Dentro de las muchas aristas del caso Karadima, hay algunos aspectos comunes a las situaciones de abuso que me parece interesante abordar.
Lo primero tiene que ver con la naturaleza del abuso. Karadima fue un experto en crear una imagen, un halo de superioridad y bondad, que fue la plataforma que le permitió perpetrar sus abusos sexuales. El abusador de su tipo utiliza su autoridad moral para anular la voluntad del abusado –lo que constituye en sí mismo un abuso- para hacerlo vulnerable. Pero más allá de la autoridad, provoca en él una confusión entre lo bueno y lo malo. Para la víctima resulta inconcebible que alguien reconocido socialmente por su bondad, un personaje que incluso ha aconsejado y apoyado espiritualmente a él y a muchos otros, sea capaz de algo malo. Tanto así, que llega incluso a asumir para sí la culpa de las situaciones vividas, espontáneamente o por inducción del abusador. James Hamilton cuenta cómo Karadima lo instó a confesarse luego de haber abusado de él; y al acceder a hacerlo, de alguna manera, asumió una culpa en el hecho. Puede que este daño haya sido más profundo que el manoseo en sí.
Por el abuso psicológico perpetrado, Hamilton fue incapaz de de asociar el mal a Karadima. El proceso es el mismo con los fieles que han defendido al sacerdote, incapaces de ver su humanidad, de soportar siquiera una insinuación respecto a conductas desviadas por su parte. En este sentido, los jóvenes abusados y los fieles que lo defendieron –y los que aun lo defienden- son víctimas también del mismo abuso por parte de Karadima. No es descabellado pensar que los jóvenes tocados, besados o abusados en forma física estarían igualmente convencidos de la inocencia de Karadima si no hubiesen sido ellos mismos los vejados, quizás también tratarían de mentirosos a quienes lo acusaran. La misma convicción fanática respecto a la bondad de Karadima que ha llevado a tantos a defenderlos a brazo partido, fue la que pavimentó el camino a ser manoseados, la que les generó aquel paralizante desconcierto que permitió perpetuar los abusos. Es preciso, para una sanación cabal en este caso, mirar también a los defensores de Karadima como víctimas, con la misericordia y lucidez que corresponde –sin renunciar, por cierto, a instarlos a ver la realidad-.
Lo segundo tiene relación con lo anterior, respecto a la confusión entre el bien y el mal. Un abusador se granjea la confianza con muchas obras de bien, objetivamente buenas. Debe ser torturante para quienes hayan ido a retiros con Karadima, que hayan recibido de él palabras significativas y profundas, preguntarse hoy si son verdaderas, si es posible que un farsante y malintencionado haya sido capaz de decir palabras sabias, de brindar apoyo y consuelo. La falacia de pensar que todo lo que hiciera Karadima era bueno y noble –la falacia que facilitó sus abusos – es tan destructiva y falsa como asumir que todo lo que realizó fue malo. Lo bueno que haya podido hacer Karadima por otros es bueno por derecho propio, independiente de sus intenciones, de la misma manera que una mala acción hecha con buena intención puede ser efectivamente una mala acción. De ninguna manera lo bueno que haya hecho compensa ni justifica sus abusos, como tampoco sus malos actos convierten en malo lo objetivamente bueno que haya podido hacer por otros.