El invierno del año pasado tomé de los libros que nos legó a la familia mi fallecido abuelo uno que debí haber leído hace tiempo: 1984.
Ante todo, quiero aclarar que no comparto las paranoias conspiracionistas. Sé que los medios de comunicación pueden manipular mucho las cosas, que con demasiada frecuencia las cosas no son lo que nos muestran, pero de ahí a pensar que ya opera el Ministerio de la Verdad y que prácticamente nada de lo que vemos es real (casi como si viviéramos en laMatrix) hay un largo trecho. Lo que sí encontré fascinante del libro es la descripción de una lógica, del modus operandi que no requiere siquiera una intencionalidad ni una institucionalidad, sino que se va dando casi por sí solo y nos convierte en vulnerables. No es necesario que exista una pieza 101 ni minutos de odio para que situaciones similares a éstas se den, basta con que la lógica de utilizarlas exista en nuestros comportamientos humanos. Más de una vez he podido sentir aquella sensación de Winston Smith, llegando a dudar del número de dedos que efectivamente le están mostrando; más de una vez he sentido (y me imagino que muchos de ustedes lo habrán sentido también) que "debo" pensar algo, contrario a lo que la evidencia me muestra. Puede que todos en alguna ocasión hayamos tenido que aprender el arte del doblepensar.
Pero el temor más real que me aqueja hoy tiene que ver con el uso del lenguaje. De hecho, como profesor de matemáticas, más de una vez he constatado que la principal dificultad para aprender matemáticas es el uso deficiente del lenguaje. Ojo que no hablo de los garabatos, es posible hablar bien y usar garabatos. Me refiero sobre todo al culto del hablar mal, de escribir mal, de redactar todo mal que, a fin de cuentas, es un símbolo de una pobreza del lenguaje quizás conscientemente adoptada, pero peligrosamente invasiva. Quizás la mayor crítica que siempre me toca recibir es el uso de vocabulario técnico como profesor de matemáticas. Y muchas veces me ha tocado tomar la descripción de Orwell de la neolengua: lo que no puede ser expresado en el lenguaje no puede ser pensado. Para pensar más y mejor, es preciso un lenguaje mejor. Si reducimos los significados, si cortamos las palabras, reducimos también la posibilidad de pensar. Y éste es mi temor real: ver que los muchachos de nuestro tiempo rinden un verdadero culto a lo mal escrito, a las palabras sin ortografía y, mucho más grave aun, con una gramática horrorosa que apenas les permite comprender instrucciones sencillas y operacionales. Entre sus palabras pobladas de k, h y x, sin vocales, entre sus redundancias y aberraciones gramaticales se incuba un cáncer cerebral horrendo, que reduce significados, que embrutece. Sin necesidad de un ministerio, el despojo mental gana terreno.
Gracias a Dios aun no existe el Gran Hermano. Pero qué fácil se le va haciendo el camino. Qué dramática castración de la capacidad de pensar. Alguno dirá que he envejecido, otros sabrán que siempre he sido así. Pero Dios mío, tengo miedo. Tengo miedo.
Ante todo, quiero aclarar que no comparto las paranoias conspiracionistas. Sé que los medios de comunicación pueden manipular mucho las cosas, que con demasiada frecuencia las cosas no son lo que nos muestran, pero de ahí a pensar que ya opera el Ministerio de la Verdad y que prácticamente nada de lo que vemos es real (casi como si viviéramos en laMatrix) hay un largo trecho. Lo que sí encontré fascinante del libro es la descripción de una lógica, del modus operandi que no requiere siquiera una intencionalidad ni una institucionalidad, sino que se va dando casi por sí solo y nos convierte en vulnerables. No es necesario que exista una pieza 101 ni minutos de odio para que situaciones similares a éstas se den, basta con que la lógica de utilizarlas exista en nuestros comportamientos humanos. Más de una vez he podido sentir aquella sensación de Winston Smith, llegando a dudar del número de dedos que efectivamente le están mostrando; más de una vez he sentido (y me imagino que muchos de ustedes lo habrán sentido también) que "debo" pensar algo, contrario a lo que la evidencia me muestra. Puede que todos en alguna ocasión hayamos tenido que aprender el arte del doblepensar.
Pero el temor más real que me aqueja hoy tiene que ver con el uso del lenguaje. De hecho, como profesor de matemáticas, más de una vez he constatado que la principal dificultad para aprender matemáticas es el uso deficiente del lenguaje. Ojo que no hablo de los garabatos, es posible hablar bien y usar garabatos. Me refiero sobre todo al culto del hablar mal, de escribir mal, de redactar todo mal que, a fin de cuentas, es un símbolo de una pobreza del lenguaje quizás conscientemente adoptada, pero peligrosamente invasiva. Quizás la mayor crítica que siempre me toca recibir es el uso de vocabulario técnico como profesor de matemáticas. Y muchas veces me ha tocado tomar la descripción de Orwell de la neolengua: lo que no puede ser expresado en el lenguaje no puede ser pensado. Para pensar más y mejor, es preciso un lenguaje mejor. Si reducimos los significados, si cortamos las palabras, reducimos también la posibilidad de pensar. Y éste es mi temor real: ver que los muchachos de nuestro tiempo rinden un verdadero culto a lo mal escrito, a las palabras sin ortografía y, mucho más grave aun, con una gramática horrorosa que apenas les permite comprender instrucciones sencillas y operacionales. Entre sus palabras pobladas de k, h y x, sin vocales, entre sus redundancias y aberraciones gramaticales se incuba un cáncer cerebral horrendo, que reduce significados, que embrutece. Sin necesidad de un ministerio, el despojo mental gana terreno.
Gracias a Dios aun no existe el Gran Hermano. Pero qué fácil se le va haciendo el camino. Qué dramática castración de la capacidad de pensar. Alguno dirá que he envejecido, otros sabrán que siempre he sido así. Pero Dios mío, tengo miedo. Tengo miedo.
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