miércoles, 31 de marzo de 2010

A propósito de sacerdocio y pederastia

Usualmente, los abusos sexuales contra niños no incluyen violencia física. El pederasta prefiere, antes de hacer ruido con el uso de la fuerza, persuadir y ocupar la ventaja de su condición de adulto muchas veces amparado en la autoridad y ascendencia que le da un cargo o la imagen pública de la que goza. Esto provoca en la víctima una confusión respecto a lo bueno y lo malo –no es posible que alguien tan bueno haga algo malo conmigo- y provee al victimario de una magnífica coartada: nadie o casi nadie estará dispuesto a creer la denuncia de un niño contra una persona reconocidamente de bien; suelen operar en estos casos las defensas del inconsciente que tienden a negar la posibilidad de que alguien en quien se confía tanto pueda ser capaz de tales atrocidades. Por otra parte, esta sensación de dominación y superioridad es parte esencial de la excitación que siente el pederasta, como parte misma de su perversión.

Dentro de las muchas aristas que debe abordar la prevención de estos horrores, hay una que debe ser considerada de manera muy especial por la Iglesia Católica. La sacralización de la figura del sacerdote es terreno muy propicio para ser usado por abusadores, convirtiéndose en un método efectivísimo de intimidación hacia las víctimas. Pienso en cuántos de los niños abusados por Marcial Maciel se habrán sentido acaso culpables por pensar mal de quien era visto por muchos como un santo. Sin ocultar el evidente y culpable encubrimiento de muchos, otros tantos habrán sido –de buena fe- incapaces de creer algo malo de su fundador.

Del respeto y el agradecimiento a la vida consagrada se pasa rápidamente a la ceguera y la soberbia, olvidando el sermón que, quizás, sea el más duro pronunciado por Jesús, respecto a los sacerdotes y fariseos. En el capítulo 23 de San Mateo, les trata de hipócritas y les recrimina sus deseos de alabanza, de ser respetados y llamados Maestro: “Mas vosotros no queráis ser llamados Rabbí; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo; y todos vosotros sois hermanos. Y vuestro padre no llaméis a nadie en la tierra; porque uno es vuestro Padre, el cual está en los cielos” (Mateo 23, 8-9). La debilidad humana, esgrimida hoy para suavizar las acusaciones o justificar reacciones, debió haber sido desde siempre reconocida como llamado a la humildad y la cautela, que hoy podría haber ayudado a evitar tanto dolor.
Los últimos escándalos en la Iglesia, la cuaresma y la Semana Santa pueden ser una oportunidad de retornar a la humildad tan necesaria, no sólo para vivir más profundamente el seguimiento de quien se fijó en los humildes y sencillos, sino también como una forma de prevenir horrores como los vividos. Para los sacerdotes, meditar los diálogos de Jesús y Pedro en la pasión, donde con amor y dureza le recuerda su debilidad humana, y consciente de ella lo unge como Pastor de sus hermanos. Para los fieles, toca ser como el siervo que, tras los generales romanos aclamados luego del triunfo, debía murmurarles constantemente “Memento mori”, “recuerda que eres mortal”. La realidad actual nos urge a hacerlo pronto.

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